El zorro y su vecindario

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Serie para leer y comentar

COLECCIÓN TEJADOS ROJOS

EL ALTILLODirectora: MARI

/A HORTENSIA LACAU

TERCERA EDICIÓN

© 1980 by Editorial PLUS ULTRAViamonte 1755 – 1055 Buenos Aires

Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723

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LUIS FRANCO

EL ZORRO Y SUVECINDARIO

Ilustraciones de CHACHA

Editorial Plus Ultra

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BREVE CARTA CON «IDA» Y «VUELTA»PARA Y POR EL LECTOR DE ESTE LIBRO

IDA

Hola, amigo:

Ya sabemos todos que debajo de los Tejados Rojos está El altillo,y en él, estamos nosotros: el notable escritor y poeta Luis Franco,recreador de estas hermosas proyecciones folklóricas, autor deestos relatos del pícaro zorro y sus zorrerías; ustedes, que van aenriquecerse leyéndolas, que van a divertirse, a gozar y tambiéna reflexionar y yo, que dirijo esta colección y que hago de nexoentre el creador y sus jóvenes lectores. Sí, todos cabemos en Elaltillo, apretaditos de amistad, y una vez más en este intento delectura creadora que estamos realizando, yo les propongo a uste-des la hermosa tarea de leer colaborando, o sea de leer tomandoparte en la obra, (de alguna manera), de leer tomando partido,(acerca de algo o de alguien). Todo compromiso que se contraevoluntariamente implica una forma de crecer por dentro, y todalectura que se vive, asumiéndola, tomando parte y partido, im-plica también enriquecimiento interior, responsabilidad, decisión.

Así pues, tomen parte ustedes en este sabroso libro lleno depicardía y cosas de nuestra tierra, sean parte del viviente vecin-dario de don Juancito, el zorro, que Luis Franco proyecta y recreacon tanta sabiduría literaria y de vida, con tanto conocimientode animales, costumbres y lugares de nuestro suelo, con tanto sa-bor picante y belleza de palabras. Y tomen partido, también, comosi habitaran en ese vecindario de animales mansos o crueles, y

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testigos o protagonistas laterales, tuvieran que expresar algo o ha-cer algo.

Eso es lo que les propongo con la Breve carta con «Ida» y»Vuelta» para ‘y por el lector de este libro.

Y ya los dejo en el placentero viaje de la lectura, pero antesquiero decirles que no desaprovechen esta oportunidad de ser lec-tor-colaborador, de ser aprendiz de brujo de ese brujo literarioque es Luis Franco, eximio prosista, pensador profundo y original,hondo poeta. Y también quiero contarles que largos y vividosaños de contacto con la naturaleza, sus plantas y animales, alláen su Belén natal, en Catamarca, donde Luis Franco cumpliótoda clase de faenas campesinas y donde leyó y escribió innú-meros libros, hicieron de él un doctor en pájaros y en vuelos, encorrerías de zorros y tigres, en nobleza de perros y caballos,en mensajes de viento y tierra, vivencias todas que hoy él vuelcaaquí en este libro, con los ojos puestos en ustedes, los adolescentes.

Entonces, a colaborar con el autor, a contestar mis pregun-tas y propuestas, que son las siguientes:

Pequeña advertencia:

La obra literaria no es un medio, es un fin en sí misma. Sufin es ése, ser una obra literaria, provocar deleite. Eso implicaque se la pueda leer muchas veces. Pero aparte de este inicial yrepetido leer para el goce, puede haber otros «leer para».accesorios. Una obra tau rica como la presente, ofrece muchasposibilidades, y entonces, yo les propongo a ustedes lecturas dedistinto tipo, y preguntas y respuestas también de distinto tipo.

1. Leer para disfrutar

Pueden elegir entre:a) ¿Qué capítulos les gustaron mas? Enumérenlos, por fa-

vor, y después, de entre ellos, elijan uno y digan porqué les gustó.

b) Algunos animales acusan a don Juan, el zorro.c) Don Juancito, el zorro, hace su autodefensa ante un tri-

bunal de animales que lo enjuician.d) Yo viví en ese vecindario, y un día.

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2. Leer para informarse

¿Podrían mencionar unas cuantas cosas que no sabían y queaprendieron gratamente al leer esta obra?

3. Leer para reflexionar

¿Qué capítulo o capítulos les han hecho reflexionar másy por qué?

4. Leer para expresar opiniones o pensamientos

Si tuvieran ustedes que escribirle a Luis Franco una carta,una esquela, o una carta telegrama acerca de su libro, ¿quéelegirían y que le dirían en el caso elegido?

Escriban, por favor, contesten, no nos dejen esperando en la»Vuelta», no rompan esta hermosa amistad con el autor de Elzorro y su vecindario, y conmigo, que dirijo esta colección yme llamo

María Hortensia LacauDirectora de ‘Tejados Rojos»

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VUELTA

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1 BIOGRAFÍA DEL ZORRO

Indudablemente el zorro es el más afamado personaje de lazoología después del hombre. El mismo Goethe no trepidó undía en apearse de su olimpo para fabular su vida al modo po-pular. Desde la China a Egipto y desde Europa y África a lastres Américas es el protagonista favorito de la imaginación yla observación analfabetas atribuyéndole ese ingenio y esa au-dacia que Homero encarnó en Ulises.

Asombra de veras tamaña coincidencia. Mas he aquí quelos sabios especializados en biografías zoológicas comparadas con-vienen con los legos en otorgar al zorro el título de rey de lospícaros, encimándole algunos más.

Todos reconocen que tiene el hocico puntiagudo de los as-tutos, la frente chata y el ojo oblicuo de los simuladores y lasbien plantadas orejas de los que montan guardia aun cuandoduermen. También que entre todos sus parientes más próximos—lobos, chacales, martas, perros domésticos— es el más ele-gante y aristocrático, que gasta una librea cuyo color inseguro—entre blanco, negro, amarillo, pardo y rojizo— le permite iden-tificarse con todos los paisajes, y que tan sobrado de pelo co-mo de mañas, tan elástico de inventiva como de brinco, resultaun maestro en el arte de caminar sin ruido, nadar y trepar sinque su aguerrida capacidad de observación y reflexión mellensu audacia y su coraje. Despreciando la tendencia pandillera de

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sus congéneres y confiado en sí mismo, caza solo o, a lo más,secundado por su consorte

Recordemos que no siempre se toma la molestia de excavarsu propia cueva, pues, si le viene a mano, prefiere quitársela alos peludos o las vizcachas, por ejemplo, y si se trata de tiposde malas pulgas, los obliga a mudarse orinándoles el zaguán.

Lo variadísimo del menú del zorro —que va desde lacar-ne humeante al fiambre, desde una pechuga de pollo a una ojota,desde el lebrato o la borrega a la langosta como San Juan Bau-tista en el desierto, desde el pez al marisco o la miel, y desde elhuevo de ñandú a las uvas— explica su presencia ubicua y susupervivencia.

De la casi interminable lista de sus hazañas oficialmenteconfirmadas, basta con las más conocidas: sacsuea los galline-ros metiéndose en una casa como Perico a la suya y desdeñandolos colmillos perrunos; desvalija a los cazadores cuando llegaprimero a una red o una trampa con presa; prescinde de laspúas del puercoespín atacándolo por la punta lampiña del ho-cico; persigue a remo a patos y gansos, y su vitalidad es detales quilates que según Wildungen, y a medio desollar puedeacudir a la resurrección antes del tercer día. Ya se sabe queuna de sus tretas favoritas es la de hacerse el muerto.

Ya se habrá advertido la estrecha semejanza habida entrela biografía del zorro y la de algunos hombres.

Si la sociedad civilizada —más que la salvaje o la bárba-ra— no ha sido un modelo de justicia, no es de extrañar que entodo tiempo muchos hombres hayan sentido su estrecho paren-

1 «A ningún animal se lo ca.a con tanto ahínco y, sin embargo, elhombre no ha logrado disminuir ci número de individuos de su especie ni loconseguirá jamás». Zschudé agrega que es el más gracioso entre todos suscongéneres: «Hasta tiene ese aire picaresco, esa dejadez e indiferencia, esosmodales seductores del verdadero caballero de industria.»

Y Dupont de Nemours «A fin de evitar que se corronrpa infecta el airede su madriguera y también para hallarla con más facilidad y entrar y salir deella, la zorra practica varias aberturas y diversos compartimentos separados.»

Y Levy: «En poco tiempo recorre todos los contornos de su madrigueraa bastante distancia, toma conocimienta de los pueblos, aldeas y casas aisla-das, ventea las aves, observa en qué patios se oyen perros..»

Y Winkell: «Es increíble la prudencia con que se acerca la zorra a lastrampas que le ponen.»

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tesco espiritual con el zorro, y pese a ser su adversario, hayansentido también una subterránea admiración y simpatía por suexitosa astucia.

Aunque siendo ecuánimes, debemos reconocer que el zorrono hace más que seguir un estilo de vida ya prefijado por lanaturaleza para el éxito de su especie, mientras que, en ciertomodo, el hombre pareciera empeñado en ser el primer enemigode su propia especie. (Todo esto opinan, claro está, los escépticoso los desesperados).

He aquí que, como verá el lector de este libro y sus fábulas,nuestro pueblo quiere que el zorro triunfe contra los concesio-narios de la fuerza bruta o de la alevosía —el tigre o la ser-piente— y salga derrotado cuando intenta burlarse de los hon-rados o los débiles: el peludo, el ñandú o la perdiz.

Sí, no caigamos en la vieja retórica del pesimismo. La hu-manidad no ha carecido nunca de incontables gentes —conoci-das o anónimas— que la redimen de sus bajezas con su honra-dez, su generosidad, su valor o su genio, a veces reunido todoen una sola persona. ¡Qué digo, nunca 1 faltaron al mundohombres capaces de jugar su cabeza por la salvación corporal oespiritual de sus semejantes! Por ello podemos confiar en lavenida de la justicia al mundo, por eso, porque todo hombre—aun el menos recomendable— lleva en sí el principio de lomejor, y sólo falta que el medio en que nace lo empuje haciaatrás. Podemos, pues, confiar en que la justicia, que es el prin-cipio del amor, o sea cambiándose de mera palabra en carne yespíritu, y la única caridad de manos limpias vendrá mañana,y no por mero azar, sino porque todos los sedientos de ella ytodos los hombres de cabeza y corazón bien puestos luchan porsu advenimiento con conciencia y tesón insobornables.

La edad del zorro habrá terminado para el hombre.

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2 EL ZORRO MILICO

El campo se le hacía orégano —como dicen— al zorro, pues loCierto es que la suerte parecía haberse conchabado de peona conél. Todo le salía a pedir de hocico. Fanfarrón y tronera siem-pre, se volvió más ahora. Así fue cómo una noche en la pul-pería del carancho y ya con copas, dijo a sus oyentes que él noera perro para fregar ollas ni aserrar huesos ni lengüetear mi-gas del suelo. Y terminó por dejarse decir que así como le vi-niese en gana, y sólo por diferenciar de gusto, visitaría el ga-llinero del ricachón del pago, pese a sus Cuatro guardianes decolmillo.

—Me parece que le va quedar grande, (ion… —opinó unpaisano, a quien el zorro, por pura bravata lo llevó a sosteneruna apuesta en contra, agregando:

—Y entraré por el zaguán, no por las bardas.Desde ese día no se le coció el pan, como se dice, buscando

sólo la ocasión, que al fin le vino, y a pedir de boca.

Y fue que en la policía hubo asado con cuero y damajuanascon motivo de que la suegra del comisario se iba a vivir conotro yerno. El zorro aprovechó la bolada y se hizo de un uni-forme completo de gendarme, sin perdonar ci machete.

El zorro había sacado sus cuentas a tiempo. Se dijo quelos perros –esos paniaguados, esos sicarios o sacristanes—aborrecen al desarrapado, pero respetan servilmente al que hicebuen traje y no digamos si es uniforme y con lata.

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Así fue cómo resolvió emplearse a fondo no bien adquiri-da la autorizante ropa, y ya con ella encima esa madrugada seencaminó a casa del ricacho… ¡por el portón de entrada!

Iba nuestro héroe alzado el mostacho, volcada la visera delkepí sobre un ojo, muy ceñida la chaquetilla y las polainas,taconeando fuerte para hacer llorar los espolines a compás delchasquido del latón. En el ínterin sintió ser gran verdad esade que las personas terminan por ser lo que el traje manda, co-mo los cortesanos piensan lo que el rey opina. El hecho es queiba en camino de sentirse un mariscal desde el hocico al rabo.

Llegado al zaguán de marras, que estaba abierto, se detuvoun momento antes de embocarse, cuando le salió al paso ungozque calientapiés de vieja, uno de esos cuzcos más desprecia-bles que una escupida, uno de esos pelones con un esbozo debigote y barba como algunas damas provectas. Iba el soplón adar un pitido de alarma, cuando el zorro, avanzando como alfrente de un desfile patrio, le dejó caer ésta:

—¡Hágase a un lado que pase su sargento!El cuzco se ladeó, alebronado, y se quedó atisbando cor,

ojitos saltones al autoritario milico, que siguió avanzando porun corredor, cargado de hierro y de miedo, cierto es, aunqueaparentando la más confianzuda ufanía, como esos semianalfa-betos que para despistar escriben libros.

Iba a doblar de nuevo, buscando el primer patio, cuandoa tres pasos de distancia alguien con hervor de olla en la gar-ganta y dientes de filo de barbería, se preparó a recibirlo: erauno de esos ñatos con jeta de trabuco y ojos de ahorcado, conmás cabeza que cuerpo y más dientes que cabeza.

El zorro sintió que se le acañgrejaba el corazón, pero se em-pujó . a sí mismo y siguió avanzando a tranco marcial, a tiempoque ordenaba con voz de cuartel:

—Hágase a un lado, que pase su capitán!El ñato tapó los dientes y el hervor de olla e hizo la del cuz-

co, dejando la vía libre al forastero.—Faltará todavía la cola por desollar?— se dijo el zorro,

avanzando por el segundo patio hacia el gallinero, cuando vioalzarse, casi encima de él, un perrazo sin desperdicio, una es-pecie de tambor mayor, un tonto grande como una iglesia. El

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intruso se quedó tan quieto como la estatua de la espera, mien-tras sentía el corazón encogérsele al modo de una achura en lasbrasas.

—¿Quién va? —dijo con ligera voz de trueno e] otro, quehizo tiritar los bigotes, las canillas y el chafarote del entrante.

—Hágase a un lado que pase su. coronel! —vociferó éste,haciendo de tripas corazón, confiando, aunque ya no mucho, enla eficacia de su fraude.

Pero el perrazo viejo, oue era sordo y cegatón, no Sintióvoz, ni vio uniforme alguno, pero como no era ñato, sintió tufoa zorro y cargó a tientas.

El anticristo de los gallineros dio media vuelta más prestoque chapuzón de pato, y emprendió la contramarcha con tal pri-sa, seguido por todo el caudal de perros de la casa y la ba-rriada, que perdió hasta los rastros. Y cuentan que al cruzar,más volando que corriendo, frente a una choza de las afueras,su cola rozó las cuerdas de una guitarra extraviada allí por unosparranderos, arrancándole un alegre rasguido, y el zorro, des-contando que eso venía del rtncho, diose tiempo de ladear lacabeza rezongando a media voz:

—¡Como para baile voy!

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EL ZORRO Y SU REDOMÓN

Don Juan, el zorro, y don Cruz, el ñandú, concertaron cierto díaun pacto, según el cual éste debía hacer de cabalgadura y aquélde jinete.

Don Cruz, personaje desconfiado por naturaleza y expe-riencia (aunque no sin razón esta vez, dadas las mentas del dela vereda de enfrente… ) rehusó al principio, pero tan escasode argumentos como sobrado de canillas, terminó por dar el sí.

Según el zorro, la sociedad aseguraba una pura gananciapara ambas partes, empezando porque tal alianza era una espe-cie de mangrullo vivo para precaverse sin falla contra la aproxi-mación de lo que para toda la gente animal era peor que la he-lada, la sequía o la peste: el hombre.

Con esmero gaucho el zorro se había preparado para laocasión, sin ahorrar detalle: desde las buenas riendas y los se-guros estribos al guardamontes y las bolas, sin olvidar la lonjacogotera y el lazo a los tientos y el rebenque, ni el poncho cru-zado sobre el arzón, ni las espuelas atadas un poco flojas paraque llorasen a compás de la marcha.

Ni decir que el jinete no cabía en su cuero esa mañana dela primera salida. Sólo que el potro alzaba demasiado la cabezao tranqueaba más largo de lo conveniente.

—No se apure, que el galope atrae las centellas —le acon-sejó con erudición gaucha, mientras prendido a diez uñas delas riendas abría un poco los talones de temor de arañar con lasgrandes rodajas tan cosquilloso bagual.

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La cosa iba saliendo como de encargo. Avanzaba el ca-ballero comprobando de reojo la elegancia de su figura proyec-tada por el sol sobre el descampado, cuando el ñandú, siemprecon la cabeza demasiado alta por eludir la molestia del bocado,esto es, sin mirar dónde pisaba, asentó su aventajada planta aun jeme de una perdiz agazapada en el suelo. Su vuelo, tanrepentino y escandaloso como regüeldo de trabuco, asustó másde lo debido al redomón, que olvidando del todo el convenio,se entregó de golpe a esa carrera de viento zonda y a esas gam-betas de vértigo tan propias de sus canilk’, y sus alas y todo suser, y no paró hasta quedar como saliera del huevo: esto es, sinriendas ni montura. En cuanto al jinete, habíase apeado en laprimera cuerpeada, arando e1 suelo con el hocico y asentandotodo el cuerpo y la cola, con tal brío que las espuelas volarona dos brazadas de distancia. . .

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EL PELUDO Y EL ZORROENLAZADORES

No se sabe quién desafió a quién, pero es el hecho que el zorroy el peludo midieron un día sus habilidades gauchas en el ma-nejo del lazo.

El zorro, dando por cortesía lo que sólo era intención deaprender algo en cuero ajeno, cedió el primer tiro a su rival,mientras él se comedía a arrear la manada por el lugar pre-fijado.

¡Potrada de mi flor! Un zaino lucero, limpio como platafregada. Un tobiano con más melena que un araucano, barriendoel suelo con la cola. Adelante, a todo bracear, un padrillo alazáncon pelo, ojos y ollares de llama.

—¡Cañada abajo, compadre! ¡En la punta va ano sudando

aceite de gordo! —gritó el zorro en medio de la polvareda ydominando el tropel de los cimarrones.

El peludo sintió la repetida cuarteta del galope y no des-perdició la ocasión. Preparó la «armada», echó un peal de codovuelto, casi sin revolear el trenzado, y con la punta del mismoapresillado a la cintura allá se fue con el rollo sobrante, másque trotando, a meterse en su cueva, siguiendo todas sus endia-bladas vueltas y revueltas de triperío, clavando sus uflas en elúltimo recoveco. Cuando acabó el estirón, el potro cayó con unquejido al suelo, como que el lazo no le aflojó ni un jeme.

—Gaucho y medio! —ponderó el zorro—. Écheme us-

ted los potros ahora, compañero…

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ínterin y plagiando sin escrúpulos la treta de su contendor,se arrimó a su propia cueva, y atándose la punta del lazo a lacintura, dejó venir la cimarronada. Revoleó, tiró, enlazó y semetió como un ventarrón en la cueva. Sólo que al acabar laestirada del bagual, el zorro, prendido a la punta del lazo, brin-có de la cueva al aire como tapón de sidra embotellada. (Habíapasado por alto dos detalles: que su cueva era derecha comobastón de ciego, y que él no tenía esas uñas de grampa de surival).

—Sujete, compadre! —gritó riendo el peludo—. Mireque el potro parece de cuartear en un pantano! ¡Ja… ja… jaaa!

—Qué! —contestó el muy fanfarrón del zorro sin quererreconocer su fiasco—. ¿No ve que voy dando soga, amigazo?

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5 EL CUERVO Y EL SAPO

De que el sapo no es ningún quedado nos dice su muy mentadaaventura con el cuervo. Éste, que en homenaje a su fama deguitarrista, había sido invitado a una fiesta en el cielo, exten-dió su invitación, por pura chacota, al pobre saltarín de los ca-minos de la tierra y el agua.

—Acepta?.

—¡Cómo voy a desperdiciar tamaña ocasión.!

—Me imaginaba. Pero no olvide de llevar un- diente deajo contra la puna —aconsejó, redoblando la burla el cuervoantes de separarse.

El sapo se despidió con la mayor sencillez, •y prometió vol-ver a la madrugada siguiente a fin de emprender viaje en lahonrosa aunque negra y no fragante compañía del cuervo. Éstevio bajo su poncho de la disparatada ilusión del petiso, y el díade la fiesta, cuando llegó al cielo, no perdió ocasión de hacerreír a la concurrencia a costa de los aéreos sueños de inquilinode todos los charcos. Es de suponer, pues, su no disimuladoazoramiento, cuando vio al sapo entrar en escena, incorporán-dose a los bienaventurados con un par de esbeltos y bien me-didos saltos. (Por cierto que había viajado colándose de con-trabando en la vihuela del cuervo, quien tardó un buen rato enadivinar y dar fe a la increíble audacia del que él invitara porburla).

El sapo, recibido de entrada con bonhomía hilarante, fuedespués muy, pero muy aplaudido en su primer baile —un gato

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con relaciones— y el entusiasmo reventó en vítores, cuando hizoresonar en el celestial silencio su trémolo del fango.

El socarrón del cuervo, escondiendo bajo el ala su máscorva sonrisa, simuló no darse cuenta de nada. Sólo que al em-prender, escalera abajo, el vuelo de regreso, no ignoraba a quiéntraía de pasajero honorario en su guitarra terciada en bandoleraa la espalda. Al pasar por debajo de la luna, puso como sinquerer la guitarra boca abajo, y el celebrado bailarín cantarínde un rato antes hubo de apearse con la prisa de los aerolitos.

Recuerdo inmortal del gran porrazo son esas manchas quetiene en el lomo.

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EL PELUDO Y EL ZORROU BUSCANDO MIEL

Un día el zorro desafió al peludo a medir sus respectivas baquíasde hombres del campo en aviarse de miel. ¡Le había entrado sedde dulzura al malandrín!

Hecho el trato, tomaron camino con rumbos opuestos. Elpeludo se largó trota que trota hacia la parte más espesa y som-bría del monte, y buscando un algarrobo que había visto, conuna hendedura en el alto tronco, se subió a duras penas y seacomodó allí como pudo, sin olvidar de esconder bien la cola aun ladó.

El zorro, después de una larga y hurgadora búsqueda sinresultado, pasó por allí, y pese a la relativa oscuridad del parajeno dejó de avistar en lo alto de la tamaña quiebra del algarrobo,aquella redonda torta de miel llamada lechiguana. Tomó unpalote y de un brinco le dio un picazo para descolgarla, o apor-tillarla al menos, a fin de que dejase chorrear su miel. Ésta, enefecto, no tardó en caer en gordas y pesadas gotas. . . Sóloque el zorro nunca volvió a probar miel menos dulce y menosfragante!

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7 GUERRA A FILO Y PUNTA

Cierta vez el tigre bebía agua en un charco. Cuando hubo col-mado su sed notó que un huanquero estaba abrevándose a uncostado suyo. Estiró la manopla y lo tocó ligeramente —así locreyó él, al menos— pero el otro se zambulló en el agua, dedonde salió entre forcejeos y resoplidos. Claro es que lo deluñudo fue una broma, pero un huanquero que se respeta —y serespetan todos— no acepta bromas de nadie, y menos de unmatón … Los golosos y traviesos que llegan a su honrada ycasi subterránea mansión de gnomo laborioso, donde atesora sumiel en fragantes orzas de cera, saben lo que significa molestara este fornido y torvo primito de abejas y avispas, bravo comoun león, a quien se parece también por el bramido y el coraje.

No se sabe cómo ocurrieron las cosas después de la bromade marras, entre el huanquero y el tigre, aunque se supone queaquél debió irse a las barbas del bromista, pero sí se sabe queéste, en burla al principio y en serio después, terminó aceptandoel desafío del indignado enano: de medir las fuerzas de la razaque maneja armas de filo con la que maneja armas de punta(las enarboladas flechas de ésta con las mal envainadas dagasde aquélla) en un encuentro campal como el Dios de la guerramanda.

El día del combate, el zorro, edecán del tigre, llegó alcampo de acción, junto a una laguna, anunciando la aproxima-ción de las tropas del patilludo jefe. Llegaron las tales, en efecto,

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extrañándose de no advertir ni un bulto y creyendo ya en unacobarde deserción del enemigo, cuando éste, desde un matorralvecino, testimonió su presencia, con un ancho bramido como derío que crece.

Y el entrevero se produjo y fue tan feroz como el de nues-tras montoneras, por lo menos.

El zorro, que al comienzo quiso tomar la cosa en chacota,y hacer de las suyas, intentando orinar a la vanguardia enemiga,fue el primero en sospechar que los de filo estaban ya perdiendoterreno y tiempo.

En efecto, un rato más, y se vio que ni tigres, ni gatos, nionzas, ni pumas podían evitar el reculamiento —por vergonzosoque fuera— ante aquella nube de combatientes que nublaba elsol y aquella nube de flechas que nublaba la vista. Y tanto, quenadie escuchó el consejo dado por el zorro, quien, por su parte,sentía todo el cuerpo como una sola roncha:

—A atrincherarse en el agua!¡Qué trinchera ni ocho oiartos! Hasta se sintió un grito

desesperado:—¡Aquí muere Sansón y cuantos con él son!No murieron, pero hicieron algo peor. Entre maullidos y

rugidos, colas paradas y brincos desaforados, la derrota de losuñudos se convirtió en una nauseabunda fuga.

Sólo volvieron por el honor sus aliados, los peludos cora-ceros, aunque tampoco pudieron resistir hasta el último, peroviéndose cortados en su retirada, acudieron a la suya: cavar yenterrarse vivos.

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8 EL ÁGUILA Y EL ZORRO

Por no sé qué vieja cuestión de competencia en el oficio (¿el dedesvalijarle la vida al prójimo?) el águila buscaba ocasión devengarse del zorro.

Un día (aunque se ignora mediante qué martingala y aun-que parezca cuento) la gran cuatrera de las cumbres convencióel cuatrero de matorrales y corrales, de la conveniencia y facili-dad de aprender el arte del vuelo.

—Ojeando desde lo alto —dijo la uñuda comadre— nohay pieza que se pierda de vista..

Al zorro se le hizo agua la boca con el dato. Fantasiosoy ambicioso como todo pícaro, terminó por dejarse llevar. ¡Sercaminante del cielo, peatón de las nubes’ …Valía la penaensayar.

—Suba con confianza sobre mis espaldas y, eso sí, tratede no estorbarme las alas —recomendó el águila. Así se hizoy ambos se fueron a competir con los cirros. En lo mejor delfresco paseo, la ganchuda hizo un movimiento que de tratarsede un redomón se llamara corcovo, y el aprendiz de jinete sevino de cabeza, cielo abajo, con su frondosa cola de quitasol,sólo que con más prisa de la que hubiera deseado.

Eso sí, siempre fiel a sus antecedentes, esto es a no darel brazo a torcer, bajaba diciéndose:

—Hasta aquí voy bien no más.., hasta aquí voy bienno más. .

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Y simulando no oír las corvas risotadas del águila, distin-guió allá abajo las piedras que se ofrecían a servirle de para-golpe, y volviendo la pasiva por activa comenzó a gritar hastarajarse la boca:

—¡Háganse a un lado, lajas de porra, antes que las partaen cuatro!

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9 EL GUANÁCO Y SUS APARCEROS

Fue el año de la gran sequía, cuando todo verde desaparecióo se volvió ceniza, y la poca vegetación que logró resistir se cris-paba de sed. Hasta que las nubes se acordaron de su oficio denodrizas del mundo y taparon al sol. Detrás de ellas el truenocomenzó a rezongar en grande y al fin la lluvia se descolgó conrabia de malón, y eso duró horas y días.

Y ocurrió asimismo que la algarroba, que abundó comopeste ese año, estaba acolchonada en el suelo a causa del largoviento que precedió a la lluvia, y con ésta y el calor, fermentóy comenzó a correr. . – aloja, la dulce y chispeante cerveza delos de poncho.

Y he aquí que el guanaco, en junta con el peludo, el zorroy el ñandú, todos, bebieron buscando simplemente apagar unased de muchos días, una inocente sed de agua, se entiende, perala aloja, que es trepadora y habladora como una cotorra, se lessubió a la mollera.

Y la curda trajo una trabucación total. La alegría del áni-mo se les volvió risa de todo el cuerpo. El guanaco, tan tieso yarisco, comenzó a gastar cabriolas y brincos de chivato y des-pués, entre hipo e hipo, prorrumpió en un relincho hilarante. Elpeludo daba vueltas y vueltas, como galgo antes de echarse,mascullando: Vamos a ver, dijo un ciego. El ñandú no decíanada, pero gastaba la mímica verbosa de los mudos, mientras el

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zorro erraba bocados a su propia cola: —Digo la verdad sinfaltar miaja, que la aloja no es agua de borraja.

Sin duda de haber ocurrido el lance en una pulpería, todoshubieran sido candidatos a la capacha, porque POCO a POCO lacosa pasó a mayores.

El peludo, tan callado y metido en su caparazón, se pusoarememorar sus andanzas de mozo y las novias que dejara conel, ajuar listo, a causa de que un nuevo amor le pedía cancha,dándole vuelta el corazón como una taba.

Por su parte, el bonazo del ñandú, tan huraño y pacíficocomo es, había cambiado tanto con la curda que sólo hablabacon juramentos y palabrotas que no pueden estamparse, desa-fiando al guapo que se animara a pisarle el fleco del poncho—sin duda de las alas: —No ha nacido aún hijo de mujer o deperra que me ponga la mano en la barba. .. digo en la cola.

–Me quieren echar las bolas o el peal? ¿Soy matungocimarrón? Vea socio, tipo a quien yo le quite el piso (le unsolito puntapié no se levanta ni con puntales, ¿me comprende?¡Jité puchal…

Todo esto mientras el zorro, guisador de toda malicia yburlería, caudillo de toda fanfarria, se había agallinado hastael punto de lamentarse y largar el moco como un huérfano:

—Soy la borra de los infelices, la escupida del destino.Vaya donde vaya, hago de mal dedo. Hasta por donde no pasodejo huellas. . . ¿Soy yo el milpiés? Yo, más hueco que bolsillode mendigo, más último que cuzco de mendigo, ofendo adondevaya aunque vivo tan retirado como las lagartijas —concluyógimiendo con llantito de sietemesino: —Hi… hii. . . ¡El mun-do hiede a perro!.

Por su parte el guanaco subía y subía en la creciente delbuen humor, aunque a costa de sus compinches de jarana, riendodel tejado con estacas, como llamaba al peludo, o del poncho depunto fleco del ñandú, o de la cola del zorro, cuarta de perrosen el pantano. . . Estaba ahíto de aloja como un pez de sal-muera. Arrojó a un lado el bolo de la rumia como un colla suacullico de coca, escupió dos veces allá lejos, desfogó sus bofesen un alarido de indio, y poniéndose en dos patas comenzó a

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bailar. aplatidiéndose con las pezuñas delanteras, cimbreando elcogote de bandurria, sacudiendo la lengua como un cencerro.Y al fin, despii& de un largo ensayo de eses y zetas, terminópor firmar con el hocico en el suelo y dormir a ronquido sueltoel sueño de los inocentes, como ya lo estaban haciendo suscompinches.

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pu LPERIAL CARANCi0

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LA PERDIZ, EL ÑÁNDÜ’U Y EL ZORRO

La perdiz era marchante de la pulpería del carancho. Llegabacon su peineta en alto y su vestido a pintas, saludaba sin mirara nadie, compraba lo que había menester y se volvía con supaso menudo y donairoso, haciendo suspirar a más de uno.

Verla un día don Cruz, el ñandú, y quedar prendado, fuetodo uno, como que la cosa no le pasó inadvertida al zorro queestaba, ¡cuándo no!, presente en la ocasión, y no quiso malo-grarla en su afán de divertirse a Costa del pobre enamorado.

En efecto, de ahí en adelante diole por hacerse e1 encon-tradizo con don Cruz y siempre con el mismo repique: que laperdiz, la flor del pago, no, ocultaba su interés en don Cruz, mozotan honrado y serio (¡tan distinto de tanto perdulario que andapor ahí escobillando zapateos o rascando cuerdas, cuando nodando palabra de casorio!), interesándose por su vida y haciendode él los mejores acuerdos. ¿Que él, don Cruz, no lo hubieraadvertido? No era mucho, pues, como prenda de ley, la perdizera más que recatada. Y tanto maquinó el intrigante, que elbonazo del ñandú se la tragó toda, con la facilidad con que sueletragarse un guijarro o un bulón; y fue dócilmente hasta dondeel falso amigo quiso llevarlo: a declarársele a la perdiz.

—No se achique, amigazo. Las hembras miran por sobre elhombro a los apocados.

Y así fue como ocurrió que un día, venciendo a duras penassu arisquez, agravada en la ocasión, metió la pata. Pues ocurrió,por un lado, que lo concebido como gentil requiebro, salió zurdo

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y precoz, y por el otro que la agraciada era quisquillosa enextremo.

—Párese, y escuche, buenamoza con más pintas que un tor-dillo. . . ¡ejem! Me han dicho que usted busca novio, digo queha puesto sus lindos ojos en mi persona. . . Yo, ¡ejem! no tengoinconveniente.

Semejante embajada era mucho más de lo que la perdizpodía aguantar. Con el pico blanco de estupor y de rabia, dejócaer sobre la agobiada cabeza y las largadas alas del pretendientetodas las lindezas que le dictó su pudor, su altivez y su hígadoinflamado:

—¡Pedazo de zonzo deslenguado! ¡Vea usted! ¿Por quiénme habrá tomado? ¡Miren, el demonio de ojos de botón de ma-nea, patas de horqueta, cogote de hurgonero, poncho de hila-chas. . . ¡Qué se habrá creído!. .

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11 LOS SOCIOS DE SIEMBRA

El zorro era de esos que vienen con vocación de jubilados y lehurtan el cuerpo al trabajo siempre que pueden. Se la pasabalas más de las veces, tumbado por ahí, panza arriba, juntandosol para la noche, o se andaba por pulperías y ranchos cosechan-do noticias y regando más su garguero que sus siembras, ate-nido a que su mujer le salvaba la plata, la pobre con su hilerade mocosos colgados de la pretina.

Como era de más bachillería que seso, por lo general bus.caba amigos, para tener en quien hablar mal de sus enemigos.Tenía una chacra, que labraba lo menos posible; un día le pro-puso al peludo que la sembrasen a medias. No buscó socio alacaso. El peludo, muy poco amigo de salir de casa, era labradorde veras, sujeto de pasarse los días, cuando no las noches, revol-viendo la tierra. Era un cristiano de advertencia, además, aunqueprefería no parecerlo, y en cuanto a conciencia, limpia como eltrigo en la espiga. Él lo conocía al zorro con su costal de maliciaal hombro, pero éste no lo conocía a él. No chica ventaja.

—Este año, compadre —le dijo el zorro—, será para ustedlo que den las plantas debajo de la tierra, y para mí lo que denarriba. ¿Le conviene?

—Como usted disponga —condescendió el peludo, y resol-vió sembrar papas. La cosecha fue más que regular, pero alzorro sólo le tocó tina parva de hoja rasca.

En la siguiente estación el zorro cambió de naipe.

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—En esta nueva siembra es justo que a mí me toque lo debajo tierra

a usted lo de arriba, ¿eh, compadre?

—Usted lo ha dicho —contestó el peludo llevándole siempreel amén a su socio.

Esta vez sembró trigo, y a fin de año llenó su troje de buengrano, mientras el coludo no supo qué hacer con tanto desper-dicio de raíces. Pero no dio el brazo a torcer. La tercera seríala suya.

—Vea, compadrito —le dijo a su socio—, este año, si leparece bie7, para usted será todo lo que den las plantas en el me-dio y me conformaré con lo que den abajo y arriba de la tierra.

Y le echó una de reojo.—¡Pero muy bien, compadrito! —respondió el cascarudo,

frunciendo los ojos en la sonrisa, simulando siempre no sospe-char las emponchadas intenciones de su aparcero. Esta vez sem-bró zapallos. El zaino del zorro no supo qué hacer con las raícesy las flores que le tocaron.

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12 EL ÑANDÚ CON BOTAS

Por más que reculara, el zorro iba tirando a viejo. Sólo quepor cada pelo que perdía, ganaba una maña. Con todo, despuésde su última aventura de donde por un negro de uña no dejóla vida, mal iban las cosas para el gobierno de sus tripas, pormás que afilase su hocico y su ingenio. La liebre sólo de muylejos le mostraba sus calzones blancos. La perdiz estallaba envuelo debajo de sus narices y se iba con chiflar de pifia.

Cierto es que poseía esa inmaculada ausencia de escrúpulosde casi todos los diplomáticos y prestamistas, pero contra élconspiraba su fama, digo su populosa contrafama. Por eso teníaun odio de futurista al pasado, esto es, a los recuerdos que todosse empeñaban en refrescarle. La gente opinaba: «Cada uno escomo su mamita lo ha hecho, pero él es peor».

El hecho es que a ratos se sentía tan sin oficio como un reydestronado. Fue por esos días, cuando pasándole por el magínla figura del ñandú enamorado, se puso a cavilar sobre el tema.Cierto, don Cruz se había enamorado de la perdiz, y tanto quetodo su cuerpo y sus canillas parecían corazón y el mal habíaseagravado con la estación nueva que la torcaz anunciara con sucaliente arrullo.

Triste, con las alas y el ánimo caídos, se paseaba una ma-ñana por el campo, en la inauguración de la primavera, queacababa de saltar de las peladas plantas de invierno como unmanantial brota de las arenas, pero ajeno a ello, ajeno del todo

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a esa labor de los pájaros y el rocío que ayudan al alba a rehacerla gastada inocencia y hermosura de las cosas, ajeno al amari-llear, alegre como el mismísimo pecho del benteveo, de jarillasy retamas en flor.

Haciéndose el encontradizo, el zorro le atajó el camino ycomo puro azar se acordó de la perdiz.

—Ayer la vi, ¿sabe? Muy más que regular. El cogollitode la lindura, amigazo, diciendo, ¡quite de ahí!, a la más pin-tada…

El ñandú dio un suspiro largo como su cogote y bajó lacabeza. Entonces el otro se le fue al grano, y dijo que estababien que uno se enamorase, puesto que el corazón de cada cualpedía rienda, pero el varón ni entonces debía aflojar apichorián-dose. Ahí estaba él, don Cruz, yque le perdonase el ejemplo.¿Por qué andar así, como embichado, dscuidando su persona,él, mozo tan bien plantado y de buena fama? ¿Qué le faltabapara ser un lindo gaucho y dirigirse sin miedo a la moza másremirada? ¿Un poncho nuevo? Él tenía uno de nones y se loregalaría con gusto. Sólo le faltaba lo principal, ¡las botas!Pero ni aquí lo pillarían sin perros: él sabía de dónde agenciarsedos canillas de potro, y como casualmente le entendía el oficio,sólo faltaba que el ñandú diese la venia.

Al maquinar su plan de operaciones contra su vecino, elzorro tuvo dos cosas muy en cuenta. Primero que su prójimo,tan homobono como parecía, tenía una profesional desconfianzade tuerto. Después, que el muy bárbaro podía patear como unaescopeta herrumbrada.

Cuando el ñandú hubo asentido a lo de las botas, el zorrose presentó al otro día mismo con un par de vainas de canillasde mancarrón, amanecidas en remojo, y casi de inmediato diocomienzo a la obra. Hizo que el cliente asentase sobre el sueloel plumoso tafanario y con prolijidad digna de mejor causa fueenfundando las aventajadas plantas y canillas del gran corredoren los sendos forros de cuero fresco, los alisó después mimosa-mente, dio algunas puntadas y considerando rematada la obra,ponderó:

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—¡Nunca mejores botas se verán en mejor poder! Quédesequietecito como pichón en el huevo y déjese dar ci sol toda latarde. Yo volveré a boca de oración.

Cuando volvió a esa hora el ñandú estaba más tieso quedesertor estaqueado.

—Éste no se para ni con muletas! —se dijo el traidor,atacándolo a mansalva.

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LA PERDIZ, MAESTRA

DE SILBIDOS

Que la perdiz no es trompo de alzar en la uña, ya lo vimos. Ytanto que el mismo zorro lo aprendió más tarde. Al tal se lemetió un día en la sesera que si aprendiera a silbar, atraeríacon ese reclamo a las ingenuas perdices y otros simples de Dios,como con un hilo. Cierta mañanita la perdiz estaba silba quesilba sin que el coludo, por mucho que parpadeara, lograse verleel bulto. Cuando ella se mostró al fin por su cuenta, con ciertoairecillo de desafío, él, con tono de sinceridad y humildad per-fecto, le expresó su aspiración.

—Es cosa tan fácil como un trago de agua.—Para usted, linda, ya lo creo.—Y parausted también.El zorro arqueó las cejas.-. . . Con hacerse hilvanar ambos costados de la boca y

soplar después con buena voluntad y fe, la cosa está hecha.—No me digal.El zorro, con los verdosos ojos abiertos de par en par, parecía

conservar sólo una duda.—Yo puedo prestarle ese servicio —dijo la de las pintas

con femenil comedimiento—. Búsquese una pluma de gallinay una cerda de caballo.

Y la cosa se hizo. Con paciencia y aguante de aprendizde santo el zorro se resignó a la pespunteada. Sólo que cuando

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tragando su dolor andaba más tarde sopla que sopla confiando enque con el tiempo lograría modular el ansiado dulzaino silbo, uncuzco mandado por el mismísimo Mandinga, sin duda, le salióal cruce, tan de sopetón, que el viejo y ancho grito de guerra lesalió solo y con tanto brío que la costura para el silbido se volvióun puro fleco de sangre.

—jHuaaac!…

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14 EL MATACO

El mataco o quirquincho bola pasa por ser el menos lerdo entretodos los de su peluda parentela. Sin duda por haber rodadomás tierra, que si no no estaría tan redondo.

Una viejita muy vieja y un poco cegatona, solía ir a pisarsu maíz en un mortero del cerro. Un día, al regresar, vio en elcamino un trocito de leña que le pareció de algarrobo. Lo le-vantó, lo puso en la tipa de aventar, que traía en la cabeza, yprosiguió su camino fumando su chalita. Cuando llegó al ranchovio que el trocito de leña estaba en la tipa, pero que el maíz dela mazamorra había desaparecido. ¿Cómo pudo derramárselesin que lo notara? —Si estaré ya de sorda y ciega! ¿O será bru-jería? ¡No lo permita la Virgen!— Y se santiguó por si acasomascullando una oración, mientras ponía al fuego el palitroqueencontrado. . . que salió trotando a toda máquina.

Era el quirquincho bola. Y la dueña del maíz certificó unavez más que ni las viejas están libres de las bromas de Man-dinga.

Ese mismo mataco fue el que, volteando mundo, cayó undía en las manos del zorro. Se cerró sobre sí mismo como losdos batientes de una puerta, a fin de que el feliz apresador nopudiera entrarle la punta de la uña o del diente. Pero al rato,desconfiando de la astucia del zorro, harto más aguda que susuñas o sus colmillos, se propuso ganarle el tirón, y aflojando lajuntura de su coraza lo indispensable para que saliese un hilode voz, dijo algo, y después de un nutrido palique, y pese a ser

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quien era su contertulio, consiguió convencerlo de que lo co-miera. . . asado.

—El hombre, que por lo menos en cuestiones de paladar ycocina entiende más que nosotros, come siempre a los matacospasados por rescoldo. Dice que el fuego nos vuelve muy, peromuy sabroso —e hizo chasquear la lengua.

El zorro, más convencida en su paladar que en su seso, im-provisó una fogata, cayó un hoyito al lado, puso en él al redon-din y lo cobijó con una colcha de rescoldo. Diose vuelta a le-vantar una leña. . cuando comprobó que a la bola se la habíatragado la tierra.

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LA MULA Y EL GATO

DEL MONTE

La mula y el gato del monte, que hasta esa ocasión sólo se co-nocían de vista, se encontraron una noche a la orilla de unaarboleda y como no tenían razones de interés o envidia para des-confiar el uno del otro, entraron en amistosa charla.

—Tenía muchos deseos de tratarlo personalmente —dijo,muy cortesana la mula—. Hasta donde han llegado mis andan-zas, llegan las mentas y ponderaciones de su exceso de buenavista…

—Exageraciones de la buena gente —respondió el de laspintas bajando los bigotes y entornando con modestia los ojosque ardían en la sombra como dos luciérnagas enamoradas.

—No tal, a la fija — insistió la mula—, todos aseguran quees usted muy capaz de distinguir un alfiler perdido en el arenal,o ver a través del agua turbia o de la conciencia de un traidor,—concluyó curándose en salud, ya que ella suele ser sospecha-da de poca lealtad.

—Exageraciones, señora —repitió el gato—. En cambioestoy seguro de que no dicen sino lo cabal quienes protestan quelos oídos de usted sienten el rumor de la araña tejiendo sutela.

—No tanto, joven, no tanto, pero me defiendo — contestóla mula, refregando el hocico en su rodilla para disimular laemoción.

Parecía que sólo faltaba que el rebuzno y el mayido seelevasen en dúo de alabanza del Dios que había creado el mundo

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para el ojo del gato o el tímpano de la mula, cuando de repenteun bufido y un estornudo estallaron a la par, y la mula dio unatendida sólo comparable a la del cerro que se sacude y se desen-silla de su nieve y sus riscos saledizos, mientras el gato, comocon el ímpetu prestado de todas las pulgas, pegaba un brinco másalto que un campanario, aunque, caía ¡cuándo no! sobre suscuatro patas.

—¿Ha visto, patrona, ese pelo que cayó medio encima denosotros? —dijo el gato todavía con la cola y los bigotes eri-zados.

—No, caballero —respondió la mula, aún con un temblorde orejas y ollares—, yo sólo sentí el ruido sin advertir lacausa. . .

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EL BURRO, EL ZORRO

Y EL HOMBRE

Comparar a muchos hombres con el burro es de veras una des-considerada falta de cortesía hacia el laborioso, paciente y se-sudo varón de las largas orejas, según vamos a verlo en seguida.

Pero antes consignemos que el burro aventaja al caballo nosólo en resistencia para el hambre, la sed y el mal trato, sinoen advertencia frente al peligro, como el del incendio, ante elque no se vuelve aturdido a cocear las llamas como su primo,o ante el puma, al que deja trepar a su lomo para volcarse enun relámpago sobre él, aplastando el espinazo del montante.

El burro de nuestro caso era un jumento labrador que teníade vecino un hombre del mismo oficio. Quiso la mala suerte queéste, como fuese una mañana a enyugar sus bueyes, se dio conque alguien se había alzado esa noche con todos los enseres delabranza —coyundas, barzón, ovejero, látigo— que el día ante-rior guardara en el hueco de un algarrobo a cuya sombra solíadescansar a mediodía. Refirió su desgracia a su vecino el bu-rro, como a persona de consejo y consulta. Después de coinci-dir ambos en que el autor de la broma, dado el pésimo mal gustode la misma, no podía ser otro que el zol- t-o, el burro prometiódarle una manito a su amigo. Y tan de pe a pa cumplió su pa-labra, que ese mismo día, a boca (le oración estuvo volviendo conla utilería extraviada.

¿Qué había pasado? Es más fácil de contarlo que de ha-cerlo. Había llegado (simulando poner todo su empeño en pa-ladear algunas vainas del algarrobal próximo) hasta los aleda-

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¡íos de la mansión del zorro. Allí estaban casualmente jugandoa más y mejor los niños de misia Juanita, la zorra: luchando abrazo partido, sacándose la lengua y palmeándose la boca, arras-trándose unos a otros de una pata o la cola, o echándose arenaen las orejas.

El burro no demoró largo rato para ofrecer una buena exhibi-ción de uno de sus trucos: la de hacerse el muerto. Simulando unporfiado ataque de tos o de asma, aflojó las rodillas, cayó alsuelo, se enderezó con harta dificultad entre quejidos, hasta quecayó de nuevo, esta vez para estirar definitivamente las cuatropatas.

Los zorritos, testigos de la escena, se fueron más presto quecorriendo a llevar el cuento a su casa, gritando desde lejos yquitándose la palabra para dar a. quién primero el notición:

—Mamita Juana, aquí nomás, en el algarrobal, un burro…Un tonto grandote. . . acaba de estirar la pata y el cogote.

Todo en momentos en que mi señor don Juan está por salira sus quehaceres. Se queda gustoso, y bajo su sabia y paternaldirección se realiza la muy grata faena de arrastrar al finadohasta el umbral de la choza. Tendrán charqui para todo el in-vierno.

Toda la familia se pone a la obra. Los bártulos robados allabrador vienen de perlas. Con ellos atan al difunto de las pa-tas, de la cola, hasta de las orejas y la lengua, y comienza elarrastre, compitiendo a porfía. . . Cuando hete aquí que el fi-nadito resucita de golpe, alzándose sobre sus cuatro estacas, trom-peteando un rebuzno de victoria, y emprende la retirada lleván-dose de botín y trofeo todo el soguerío de su amigo el destripa-terrones.

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17 EL ZORRO Y LA PIEDRA

¿Que el mundo está lleno de contradicciones? Casi siempre sonmás aparentes que reales, es decir, tienen una explicación se-creta. Ejemplos sobran. Las gentes escasas de materia grisson las más afectas a los colorinches. El cocinero del empera-dor desprecia imperialmente al resto de sus colegas. En el Japón,no se cultiva la borrachera porque los frecuentes temblores detierra producen las mismas zozobras y caídas. Nadie más áspe-ro de genio y pelo que el jabalí y nada de sabor más untuosoque su carne.

¿Que la ingeniosidad pasa por ser la prenda más salientedel zorro? De poco le sirve cuando se vuelven contra ella sufachenda y su burlería.

El zorro de mi cuento quiso un día divertirse a costa de lapiedra, sita en la cima de un monte.

—Te corro una carrera —le dijo de improviso poniéndoleblandamente una pata en la dura mollera.

La piedra lo miró con indiferencia y sin decir mu.- . ¿Eh?

La piedra continuó sorda y muda. Pero tanto insistió e1charlatán que al fin ella dijo entre dientes:

—Mira que soy muy pesada.—No me había dado cuenta. . . Bah, pero te daré ventaja.

Partirás primero que yo.

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—Acepto sólo por hacerte el gusto; pero, eso sí, tendrásque empujarme con toda tu fuerza para dar el primer salto quees el que me cuesta.

—Ni una palabra más.Y así ocurrió. Haciendo de barriga pecho el zorro logró

sacar de sus casillas a la piedra que no precisó más para lanzar-se peñas abajo en desmesurados saltos y tanto que el zorro de-bió chicotearse a sí mismo para alcanzarla.

En efecto, llegaron juntos a la raya aunque con tal fatali-dad que el zorro quedó debajo de su parejera.

Comenzó a quejarse el desafiante clamando por una ayudaurgente. La piedra contestó sin apuro;

—Ya te dije que soy muy pesada. Nada puedo hacer ahorasi no te comides a darme el primer empellón…

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LÁ BOA, EL BUEY

lo Y EL ZORRO

El buey alzó la cabeza y dejó de pastar como escuchando algo.Pasado un momento siguió agavillando hierba con su lengua delija, cuando otra vez se interrumpió de golpe, sacudió las orejas,y avanzó unos pasos en dirección al punto de donde le parecióvenían unas voces. Iba a doblar un recodo, cuando de repente,dando un huracanado resoplo, retrocedió arando el suelo con losgarrones y mirando con ojos de manicomio.

No era para menos. Una muy señora lampalagua sacabala mitad de su fornido e inacabable talle de debajo de una peña.

—LA )’! —decía la de cabeza chata y boca de sobaco, conlágrimas en las palabras ya que no en los ojos—. ¡Dios ha que-rido enviar al fuerte entre los fuertes y al bueno de los buenosen mi socorro!. –

Y la comadre del diablo, de intenciones tan retorcidas comosu cuerpo, la estranguladora madre del asma, siguió moviendosu aguja de dos puntas, digo su lengua, y el alma de Dios delbuey, que a pesar de su corpachón, su fuerza y sus astas de hur-gonero es tan infantil como un biberón, se dejó llevar hasta dondequiso la otra, que, apretada por el pedrusco, ayunaba desde hacíados semanas.

—Con esas fuerzas de Sansón y esas astas que hacen recularal tigre…

Y el buey, en efecto, siguiendo las instrucciones de la pe-nitente, usando su cornamenta de palanca, con esfuerzo que lo

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hizo enterrar las pezuñas y arquear el lomo, consiguió soliviarel peñasco lo suficiente para que la otra se pusiese a salvo.

Acezando e ¡jadeando estaba el benefactor, cuando la boa,sin más ni tras que advertir que su cintura podía cimbrear sinestorbo, vino a arrollarse delante de él y con toda sangre fría—en verdad no tenía otra— y sin pestañear, porque no teníapestañas, le chantó:

—Me va a perdonar, niño, pero hace más de una semanaque no tomo ni u, agua caliente y como no hay por aquí de quévalerse, voy a tener que almorzármelo, con perdón de la pa-labra…

En el silencio que siguió, sólo se oyeron los culatazos delcorazón del buey, alarmado como una palomita a la sola ideade convertirse en longaniza en ]a barriga de la tragaldabas.

—Pero, señora —dijo al fin, recobrando el habla—, ¿no leparece que lo de usted es peor que lo de Judas?.

—¡Ay! —contestó la bocona— sólo le diré que el hambrees más tirano que la peste, el tigre y tal vez que el hombremismo.

—Lo que quiera, pero yo acabo de salvarle la vida. ¿O yase ha olvidado, patrona?

—¡Ay, hijito! —retrucó la bellaca con una media sonrisade patíbulo que decía bien toda la experiencia de su arrastradavida—. ¿Qué hacemos con la vida si falta la comida? Sin con-tar que en el titirimundi en que vivimos un bien con un mal sepaga…

—¡Eso no —dijo con honrada indignación el buey—, esono es verdad, no puede serlo!

Y siguió una reñida alegación, y tanto que a fin de cortarlasalieron en busca de un tercero que arrimase una opinión equi-distante.

Después de no mucha andanza dieron con un burro, si to-davía lo era: un burro con una matadura más grande que sulomo y tan flaco que era el cuadro vivo del ayuno.

La víbora explicó las cosas y terminó preguntando:—¿No es verdad, caballero, que en este mundo un bien

con un mal se paga?

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-¿Y a mí me lo dice? —contestó el interpelado tratandode alzar las caídas orejas—. ¡Si lo sabré yo, que después deservir veinte años cobrando más en azotes e insultos que en pasto,me veo desterrado en estos desiertos a fuerza de perros y palos!

—¿No le decía yo? —sopló la víbora, volviendo hacia elbuey sus ojos de sepulturera—. ¿Qué?, ¿le hace falta una prue-ba más? Podemos buscarla, pero dése prisa.

No anduvieron mucho. En la primera encrucijada se to-paron ¡con quién había de ser!, con el zorro. Explicadas lascosas, y hecha la pregunta consabida, Jurncito del Campo con-testó:

—jHum! Fui juez de raya muchas veces, pero éste no eschico pleito. . . ¡Ejem! ¡Ejem! —continuó ya con tos de juez—.Para conocer a un rengo lo mejor es verlo andar. Necesito mirarlas cosas sobre el terreno.

Y así fue cómo volvieron hasta el peñón de marras y allífue donde le zorro, después de pedirle cortésmente al buey quese comidiera a levantarlo unos jemes, se dirigió a la serpientecon su más afilada sonrisa:

—Sería tan amable la señora que se molestara en colo-carse donde estuvo antes y tal como estuvo?

Y como los tiranos y los prestamistas, a pesar de su ague-rrida astucia, suelen ser babiecas, la víbora accedió a la invi-tación mientras el juez hacía de ojito al otro para que retirasecuanto antes sus astas y dejase descansar la piedra.

Y allí quedó la estranguladora, apretada como queso fres-co, mientras el zorro despidiéndose de ella con una venia de lacola, decía al inocentón del buey:

—Bueno, amigazo, dése por resucitado. Y Otra vez noconfíe en la primera palabra de mujer que oiga, porque puedeser de lengua doble, digo, viperina –

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19 EL LORO Y EL ZORRO

Hay días en que me da por pisar todos mis escrúpulosy miramientos y desayunarme con un plato de verdades casitan amargas como la achicoria y el laurel. (Todos o casitodos, sin saberlo, somos doctores en lugares comunes, es decir,en mentiras convencionales). Que los hombres, con excepciónde los chinos, tienen más barba que criterio. Que de las plumasde los literatos, por una de águila hay cien de gallina o deganso. Que el tonto erudito es más aburrido que el tonto anal-fabeto. Que la adulación es más baja que la calumnia. Que elcamino del rico, o camino del infierno, está empedrado de po-bres.

Todo este sartal de intemperancias viene porque estoy pen-sando en mi gran amigo, ¿1 loro, y en la gran calumnia que leinfieren sólo porque se anticipó en muchos siglos al hombre enSU afición a los colorinches, la oratoria y el arte de trepar. –

Tomando el rábano por la raíz, no por las hojas, hay quereconocer que el loro es uno de los tipos más inteligentes ycuerdos, más que muchos ejemplares civiles o uniformados. Re-cordemos sólo el hecho de que mientras asalta los maizales onaranjales jamás olvida dejar un vigía en la rama más alta dealgún árbol líróxinlo, relevándolo de acuerdo a un horario es-tricto, lo que prueba su avanzado sentido social.

Pero ahora se trata sólo de contar, a los que no la conozcan,la aventura del loro y el zorro.

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Esa mañana, como casi siempre, el loro amaneció contento.Día sin sonrisas es día nublado. Separado ocasionalmente de lalorada, perchado en una alta rama, hablaba consigo mismo, aratos, como gozándose del esplendor de su plumaje —verde, azul,oro y rojo— que lo identificaba con el bosque, el cielo, el sol yla recién desaparecida aurora.

Estaba nuestro amigo satisfecho de sí mismo y del mundo,cuando sintió que alguien le daba los buenos días. Ladeó lacabezota, mirando hacia abajo y distinguió. . . al zorro. No lefue muy grata la inesperada presencia, pero contestó con cortesíadiplomática el saludo.

-Que tal? —prosiguió el zorro.—Sin mayores novedades..—Entonces no conoce la gorda entre las gordas. ..?

—Sí, la del decreto. . . digo el muy famoso decreto delgobierno, mi amigo, oiga bien… obligando a todos, sin distin-ción de pelo o pluma, astas, garras o colmillos, a tratarnos comoamigos. .. no, ¡como hermanos!.

—No me diga!—Se lo digo, compañero. Aquí traigo el texto del decreto.

¿No gusta molestarse bajándose un momento para que lo lea-mos juntos?

No tuvo tiempo el loro de responder porque sintió de golpe,y cada vez más próxima, una bulla de perros sin duda siguiendorastros frescos, tal vez los de su contertulio. . . Miró hacia abajojusto para entrever la punta de la cola del zorro que partía conel adiós en el bolsillo. Colgándose de las patas y descolgandola cabeza, el loro gritó echando toda la voz:

• —Son perros, don. .. no se vaya. .. ¡Léales el decreto!

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20 EL TIGRE Y SU SOBRINO

—Tienes hambre? —preguntó ci tigre sin mirarlo de frente.—Para qué negarlo —contestó el zorro—, me comería un ve-

nado con astas y todo…Y el tigre, quizá por vez primera en su felina vida, sonrió

erizando sus ralos bigotes y arrugando sus ladeados ojos arau-canos.

El zorro, a fuerza de rodar tierra desde su niñez huérfana,había terminado por aburrirse de la vida a salto de mata. Habíasufrido las mil y una sobre todo en los últimos tiempos. Hubode merendarse hasta la cola de buey donde prendía el peinecon que arreglaba un tiempo su donairosa cola. El aire llegóa olerle a perro mojado.

Es cierto que el hambre no sólo aguza la nariz sino tambiénla audacia y el ingenio, pero después de tantos opíparos ayu-nos su silueta era la de un santón. Entonces, como ocurre conmucha gente del hampa, resolvió servir al gobierno, es decir,al dueño de la fuerza. Así fue como vino a buscar el arrimodel tigre, urdiendo para ello una larga y enredada historia afin de probar su sobrinazgo. Convencidos del todo o no, el tigrey su gruñona consorte terminaron por brindarle asilo en suhogar.

No pasó mucha agua bajo los puentes cuando el zorro, alsacar sus cuentas, se dijo que él llevaba las de perder, pues habíaentregado lo más por lo menos, como un ministro de tirano opobre refugiado en casa de un pariente rico.

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Advirtió de entrada que su tío sentía por él ese regio des-dén que un ladrón de ley tiene por un simple ratero. Después,el tigre juntaba a la grosería proveniente de su cráneo chato laque provenía del uso embrutecedor de la fuerza como ley. Elsobrino viose obligado a aguantar sus modales de tipo malo conjaqueca. Y sobre todo su vilísima manía de meter miedo, él,que cuando veía rastros de hombre o sentía olor de hombre nolograba disimular el temblor de sus jarretes.

El zorro, el libre de antes, había llegado a todas las arras-traduras de los favoritos de un amo absoluto, de un Juan Manuelde Rosas de tantos: a hacer de bufón para desabuirirlo, a mos-trarse mejor informado y noticioso que un pe l uquero, a obedecercon diligencia de agua purgativa, cuando no a agradecer conpalabras y venias sonrientes sus regüeldos, sus tacañerías o susinsultos, sin contar lo de cebar mate a la otra que tal de su tíacada vez que bostezaba. ¿Cómo pudo aguantar tanto ese airede pantano o de sótano? Cierto es que el hambre es más fríoque el invierno. . . pero la libertad vale por todo el sol. «Sisigo así, se dijo últimamente, voy a salir con más méritos queun santo».

Una tarde, apenas puesto el sol, tío y sobrino salieron decaza. El zorro, que, como siempre, hacía de ojeador, logró des-pués de mucha fajina copar una tropilla de becerros, la carnepredilecta del uñas largas, y endilgarla por un sendero barran-coso, en una de cuyas vueltas estaba escondido el tigre.

—¡Ojo, tío! —boconeó el zorro desde la culata del arreo—.Es de lo bueno lo mejor. . . Va una vaquillona de rajarla conla uña chica —agregó ponderando sil gordura.

El overo estaba en acecho ya, con la bocaza entreabierta, losamarillos ojos hechos ascua, peinando de inquietud los flancoscon el rabo. Sintiendo el rumor de las pisadas, se aplastó sobrelas patas delanteras, con los bigotes de punta, rí gido todo elcuerpo menos la punta de la cola y pegó el brinco.

Cuando llegó el zorro, el tigre, como un cacique ranque-lino, estaba ya medio ido con los trinquis de sangre. Carneandosólo a medias la becerra degollada, se puso a comer entre gru-ñidos que parecían menos de satisfacción que de amenaza, mien-tras el zorro, sentado sobre su tafanario, a prudente distancia,

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miraba con ojitos enternecidos la escena, relamiéndose de cuan-do en cuando, el fino hociquillo con la fina lengua.

El tigre tragó y tragó hasta quedar como toro que abusadel pasto caliente. Cuando se detuvo a resollar un poco, el zorrosuspiró:

—Coma no más, tranquilo, que yo voy a eructar por usted.El tigre no advirtió la ironía y aunque continuó mandu-

cando a dos carrillos, se detuvo al fin, con un suspiro, resignadoa abandonar la partida. ¡Su despensa no cabía más!

—Tío —se atrevió el zorro entonces—, ¿no me da un ca-

cho de matambre para. entretenerme un poco?—jCómo! —regoldó el tigre—. ¿No sabes que ésa es la

achura favorita de tu tía?—Los ojitos, entonces?—Ya me los encargó para cuentas de collar.—Si es así, me conformo con las tripas.—Tu tía me las pidió para hacerse una bombilla.—¡Vayal. . . El guano siquiera —dijo ya por burla, pon-

derando aquel corazón de quebracho.—Menos. Es para yerba de mate. De puro mano abierta

que soy, ahí va esa vejiga, aunque tu tía me la encargó parauna tabaquera —gruñó el maula.

Tras de lo cual púsose a beber a lengüetadas en un ojo deagua que quedaba a la mano, ordenando al fin:

—Voy a echarme una siestita. Cuídame el sueño y la carne.El zorro, mientras cumplía las órdenes de su tío, se pu-

so a cautivar moscas, moscardones y tábanos y fue encalabo-zándolos en la vejiga previamente inflada. El tigre estaba en lomás hondo de su sueño y en lo más alto de sus ronquidos, cuan-do el zorro, arrancando una cerda de la cola de la vaquillona,ató la vejiga al rabo del bello durmiente del bosque. Se trepódespués a un árbol.

—Tío! —gritó con voz ronca y tartamuda de ansia y deprisa.

El tigre mosqueó una oreja y encorvó la punta de la cola.

—i Tí000!…—Qué pasa? —dijo al fin el de los lunares, enderezán-

dose a medias, a tiempo que le llegaba, como de algazara más

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o menos próxima, el zumbido de la gentuza encerrada en la ve-jiga. Se incorporó de golpe, con las orejas tensas y los ojosdesaforados de alarma.

—¡Juan! ¡Juanillo! ¿Dónde estás? ¿Qué es ese rumor quese acerca?

—Aquí, tío! —dijo el zorro, haciendo una seña con lacola desde la horqueta del árbol, sin dejar de mirar a la distan-cia. . – ¡Uno!. . – ¡Tres!. . . ¡Siete!.

—Qué? ¿Qué son? —maulló el matón, con un percep-tible tiritamiento en la voz y en los garrones.

—Gente de a caballo, tío. – . ¡Y perros!. . – ¡ocho! ¡diez!El tío no esperó más informes y picó espuelas con rumbo

opuesto a aquel hacia donde miraba el zorro enumerando gentesy perros que sólo estaban en su magín.

—¡Tío! —gritó últimamente, pudiendo ya apenas conte-ner la risa—. ¿Qué hago con la carnecita que ha sobrado?. . –

—Se la regalo toda a mi sobrino —alcanzó a contestar elprófugo sin volver la cara,

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21 EL TIGRE EMPALADO

Un día, al cabo de tantos en sedienta búsqueda del de la ven-ganza, el tigre, sin ser sospechado —así lo creyó él al menos—logró aproximarse al bulto de su anguiloso sobrino, a quienentrevió al pie de un quebracho del bosque. A contraviento,para no ser husmeado por su víctima, oblicuo como siempre depaso, de ojos e intenciones, el overo avanzó serpeando por entrela maleza. (Ni que decir que el zorro ya había detectado la.aproximación del sepulturero, aunque se hacía el otro.)

El viniente llegó a la distancia que estimó justa para elsalto mortal, se detuvo un instante contrayendo como un resorteel arrojadizo cuerpo, la frente hecha un puñado de arrugas,alzados y fruncidos los labios para desenvainar mejor los cu-chilleros colmillos e iba a dispararse. . . cuando la curiosidadlo paró en seco. El sobrino estaba trenzando con gran ahíncouna soga de chaguar y con tal prisa que apenas se le veían lasmanos.

—Hep! —gruñó el tío yéndose medio encima del tren-zador, y tanto que a éste lo tapó un vago, pero inconfundibletufillo a sepultura fresca. Dio un funambulesco salto de espanto,pero sin soltar la trenza.

—Qué significa esa soga? —rugió el recién llegado.—¡Muy buenas. . . ¡ni tío! ¿Cómo está su salud? ¿Y la de

mi señora tía?. .—¡Qué salud y salud! ¿Qué significa esa trenza, pregun-

to yo?….

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—¡Ay, tío mío! ¿Qué hago?. . . Es un secreto ¿sabe? Pe-ro, claro, para usted no puedo tener secretos. Resulta. . –

—¡Lo que va a resultar es que si no desembuchás de unavez te voy a sepultar cuento y todo!

—Sí, sí… a eso voy. Resulta que no hace mucho ha pa-sado por aquí un ángel ¿sabe?… volando bajito, casi como unaperdiz, anunciando que va a soplar un viento tan grande queeste valle le quedará chico. –

—¡Bueno, bueno, acábalal.—Sí, un viento muy grande, un escarmie:to de Dios —y el

zorro se persignó a la disparada— a causa de tanto matador yladrón como dicen que hay ¿no? tantos manchados.. – de san-gre. . . en su conciencia…

—lE/em!. –. . Un viento tan sin misericordia que sólo va a dejar

en pie los quebrachos.—Y?…-. . .Que yo estoy trenzando esta soguita para atarme a

este quebracho —señaló con la cola el árbol— a ver si logro.salvarme.

—Ah, ah! —rió el tigre con una insospechada risa de le-chuza, enjaretando sus oblicuos ojos mongoles—. ¿Y por quéno podría ser yo el salvado? ¿O mi vida vale menos que la tuya,sobrinito?.

—Cristo me valga, tío! Un año de mi arrastrada vida novale lo que un día de la suya, pero.

—¡No hay pero que valga y más te vale acabar de una veztu famosa soga! —rugió de prisa el matón, y para reforzar suspalabras le puso suavemente una manopla sobre el hombro alartesano, que comenzó a sollozar de terror—. . – ¿Qué pasa aho-ra? Los gemidos son para las palomas o las mujeres. ¡Date prisa!

El zorro, limpiándose las narices con un codo, continuó suobra cada vez más de prisa. La terminó junto con un ¡Vamos an-dando! rugido por la impaciencia del tigre, que ya estaba encorvetas abrazado amorosamente con manos, patas y cola al tron-co del quebracho.

Prolijamente (aunque reanudando los sollozos ascendentesen el escalón en que los dejara, y llorando por su pérdida y re-

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zando por la salvación de su tío) con lujo de vueltas, como sise tratase de un arrollado, escupiendo cada nudo para ceñirlomejor, el zorro terminó por amarrar al árbol quebrador de ha-chas a su gran pariente, que recién al alba —cuando llegó suconsorte atraída por los clamores que le arrancaba el lumbago—se dio cuenta de la bromita del sobrino.

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– / / ¡

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1 •-.- …….

22EL TIGRE, EL SEMBRADORY EL ZORRO

Después de la aventura del quebracho, una indigestión de rabiapuso al tigre a dos dedos de la muerte y sólo lo ayudó a sobre-vivir la sed de venganza que le resecaba el gañote. Eso sí, porconsejo de su media manzana, esta vez cambiaría su violenciacuchillera por una herramienta mejor aunque un poco frágilpara sus manos: el ingenio.

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Averiguó al fin çue el zorro merodeaba por cierto puestoo cortijo, y una tarde, apenas puesto el sol, se arrimo por alié.con sus alfombrados pasos. El dueño, a ]a sazón, estnha arandouna lonja de terreno para porotos y jaqueaba a sus bueyes a finde rematar la tarea del día. La apetitosa carnadura de los as-tudos lo hizo olvidarse del zorro. Asomando la chata cabe-zota por sobre el cerco (boyero y bueyes quedaron como colga-dos de un hilo de coser) el tigre dijo con su tono casi dulce depuro cortés:

—Dése prisa, buen hombre, en aca’ar la tarea porque ten-go que comerme por lo menos uno de sus oradores.

—¡Pero, señor! ¿Cómo puede ser? Los bueyes son ajenos.—Entonces, si prefiere, me lo merendaré a usted!.El hombre llevaba casi las de dejarse convencer, cuando

sintió una voz como de alcaide o madrastra que decía:yo hablo! ¿No han visto pasar por aquí al uñas

largas? Quiero probarlo en la carrera. Traigo una docenita demastines ligeros, y creo que será suficiente.

El hombre pudo ver que quien hablaba así del otro ladodel cerco era el zorro, pero el tigre, descontando que se tratabade un cazador, diose por notificado, y bajando la voz y la cabezaa ras del suelo, le susurró al hombre:

—Dígale que no me ha visto ni los rastros.—Hace mucho, señor —dijo el hombre—, que por ésta no

se ven rastros del overo.—Así ha de ser. . —opinó e1 zorro—, pero seré curioso,

¿qué es ese bulto medio overo que está detrás suyo en tierra?—Dígale que son porotos, aparcero, porotos para la siem-

bra —aconsejó el tigre.—Son porotos para la siembra, patrón.—Ah, ah. ¿Y por qué los tiene en el suelo y no en esa

bolsa de lana que veo ahí?. -—Sí —terció el tigre con un soplo de voz—, écheme en la

bolsa, pero con cuidado.El hombre embolsó al overo como pudo y dijo al cazador:—Gracias por su consejo, patrón.

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—Pero no se olvide de atar la boca de la bolsa para queno se le derrame la semilla.

—Hágase el que ata, pero por su vida deje abierta la bolsa.Susto y todo, el labrador ató lo mejor que pudo la boca

de la bolsa, y así el tigre quedó mejor que nunca a merced dela buena voluntad de su sobrino.

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23 ¡ EL DÍA DE LA POLVAREDA

Una elemental honradez obliga a no hacerse eco servil de la vozdel pueblo, pues el pobre también se equivoca con frecuenciapor cuenta de otros. Así cuando da por indiscutible que todozorro es un ramillete de bribonadas. No hay tal. Hay zorrosque son casi tan pillos como ciertos hombres, y los hay casitau honrados también como ciertos raros ejemplares de la especie.

Tal el zorro de nuestro relato, un pobre tipo que tiene unaescalera de hijos como para subir al purgatorio o descender alinfierno, y para los cuales tiene que sacar el bocado de cada día,sea de donde fuere, en tiempos tan contradictorios como arropecon hormigas. Para mejor, su esposa es de esas madres que nopermiten que sus hijos, aunque sean ya de bozo y cigarrillo,colaboren en el aprovisionamiento de la despensa familiar, ale-gando que aún tienen olor a biberón.

—Pero hombre sin entrañas, quieres exponer al trabajoa esos pobres niños! —protesta la zorra con voz temblequeantede ternura.

Naturalmente la opinión de los aludidos coincide providen.cialmente con la de su protectora. El viejo Juan baja la cabezay la cola y se reduce a murmurar:

—Está bien, querida, está bien, hijitos, disfruten del descan-so bien ganado, pero ruegen que llegue lo más tarde posible eldía de la polvareda. .

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—Qué querrá decir tatita con ese retintín? —preguntauno de los muchachones.

—Macanas del viejo, che —opina el mayor—. Con losaños la gente se vuelve puros consejos y refranes.

Y el viejo Juancho sigue con su cruz sin trineo, arriesgahasta en pleno día su cuero a los perdigones o a los colmillos,cuando no a la trampa.

Hasta que una tardecita, mientras los zorruelos descan-san frente a la cueva hogareña, divisan de pronto a la distanciauna espesa polvareda que entre vueltas y revueltas crece y seaproxima hasta regalar la vista con una larga fila de perrosque vienen ya cosquilléandole los talones a un zorro viejo quegrita con voz entrecortada por el asma de la fatiga y la angustia:

—Hijitos, ha llegado el día de la polvareda!

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24 LA OVEJITA DESCARRIADA

Se cree que su aventura con las ovejas fue una de las últimasdel zorro. Ya el pobre estaba asaz bichoco y medio cegatón, porcierto. Fuera de su memorión para la topografía y su talentoolfatorio, conservaba poco de sus buenos tiempos. Con esto vadicho que en la administración de sus tripas abundaban los díasde huelga. Su barriga casi siempre era luna menguante. Y desdeluego que su gusto había mermado algunos grados. ¿Carne fres-ca? Bah, coyundas, riendas, látigos, ojotas, todo le venía bien,sin contar alguna lamedura de olla.

Entonces aprendió lo que Sócrates, también escaso de des-pensa, descubrió un día: que el hambre es la mejor de las salsas.

Cierta vez sintió bulla de perros y disparó a velas desple-gadas. Cuando amainó al fin, descubrió que era su estómagoel que ladraba de hambre. En más db una ocasión tuvo un miedobárbaro de que se le reventase la hiel y llegó a sentir la salivamuy amarga.

Por esos tiempos fue cuando Juancito comenzó a cultivarprudencia de filósofo, paciencia de galeote, resignación de sa-cristán, para decir amén a todo. Repetía un atisbo que habíaoído a un fraile:

La miel tiene agrias -vecinas. O la advertencia de la pulgaducha a la pipiola: El cogote es sabroso, pero peligroso; la colaes dura, pero segura.

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Su odio a los perros —esos ex lobos alquilones, esos sica-rios garganteros vendidos a los de arriba por una piltrafa— ra-yaba en lo enfermizo. De su tirria a los cuzcos pito fieros, ni quehablar.

Andaba debatiéndose entre estas lástimas, cuando una tardellegó a pasar junto a un molino harinero. Acercándose a ojearhacia dentro por una hendija, vio que el molinero viejo se ha-bía quedado dormido y roncaba a compás con la tarabilla. Noprecisó más su aprovechado magín para fraguar sobre el tam-bor un plan completo de operaciones y ponerse en marcha se-gún él.

La cosa fue sencilla. A favor del sueño del molinero, le fuefácil entrar en la caja y revolcarse a su gusto. Cuando salióafuera, blanco de harina como una hostia, la cola disimuladaentre las piernas y pisando con la punta de las uñas, parecía laovejita del Buen Pastor…

Se encaminó de prisa a un redil ovejuno que él conocía,y llegando a la puerta, ya con la noche, comenzó a balar:

—Bée… bée… be…Salió el dueño desde el rancho próximo y entreviendo el

bulto blanco entre la sombra, exclamó:—jVea! El pastor ha extraviado una borrega otra vez.—Bee. – . bee. – . e… e. – – —confirmó el bulto blanque-

cino-

El hombre vino, abrió la puerta y lo metió en el redil ynada sospechó, pese al sustazo, con tendida y todo, que se lleva-ron las ovejas, quienes, simples como son, terminaron por acli-matarse, pasado un rato, al olor a salvajina de aquella com-pañera.

Entreverado entre las ovejas, el zorro no tardó en estre-char relaciones íntimas con un borreguillo dormido a su diestray tanto que lo hizo pasar sin ruido por su gaznate como unaortiga por el de un pichón

Cuando el intruso, que se había dormido de sobremesa,despertó al fin, vio con aprensión que estaba amaneciendo y queuna maldita garúa, caída durante el sueño, había vuelto tordillosu pelaje blanco. .

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Cuando al fin el dueño vino a dar suelta a la majada,el zorro logró salir confundido entre las ovejas, pero no logróconfundir el olfato de los perros que preguntaban a gritos, sal-tos y dentelladas dónde estaba el dueño de ese tufo a zorro queles mortificaba las narices. .

A favor de la confusión el zorro logró tomar la vanguardia,pero no lo suficiente para librarse del julepe más grande de todasu vida.

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LA CARRERA DE LA CHUÑA25 Y EL SAPO

El zorro sabía, como cualquier vecino del pago, que el sapono era de arrear con las riendas y tanto que de él se acordó enel día de su trance más peliagudo. Fue cuando se dio de manosa boca con la muerte, que venía a notificarlo. Entonces, sin saberde qué echar mano para alargar su resuello siquiera por una se-mana, hizo brotar de su fondo más zorruno la más redonda desus bolas: que esa tarde se correría la carrera de la chuña y elsapo. (Algunos aseguran que no fue la chuña sino el ñandú, aun-que el asunto no cambia por zanco más largo o más corto.)

Y tanto interesó a la patrona de los calaveras y troneras eldesparejo contrapunto, que después de un titubeo más o menosfúnebre, aceptó darle un año más de soga a la vida del zorro siéste le ganaba apostando al sapo.

Más presto que corriendo Juancito Urdimalas se puso a laobra y consiguió armar la carrera, venciendo ante los naturalesescrúpulos y reparos del sapo, con la exposición de su másdescomulgada: con la apariencia de ser uno solo, tres saposcorrerían la carrera apostándose el último a dos saltos de laraya. Por Cierto que la muy tarabilla de la chuña había acep-tado de entrada el desafío disparando el resorte de su carca-jada de metal para saludar el descontado triunfo.

Esa tarde la cancha se estrechó como un callejón con elhormiguear de los aficionados y abrebocas. Ni qué decir que laplata se volcó a las patas de la chuña, y que no fue liviano el

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apurón del zorropara hacer frente a tanta parada en contra. Porfin, tras de las alegaciones y chocarrerías de siempre y de gastaren partidas y más partidas el exceso de brío de los fletes, selargó la carrera.

La chuña, archisegura de que la prueba era para ella unpuro jolgorio, diose vuelta en mitad de la cancha, carcajeandoa hueco, para ver a dónde había quedado su pernicorto y barri-gudo parejero. No fue por cierto chico asombro el suyo cuandoadvirtió de soslayo que el petiso aprovechaba la pausa de surival para estirarse a lo venado y ganar con un salto la delan-tera. La zancarruda, por lo que pudiera ocurrir, largó todo elrollo de su escape —jpatitas para qué las quiero!— sin demo-rarse en curioseos femeniles. Ni por ésa!

En- efecto, cuando ya casi llegaba a la raya vio que el sapo( ¡ el número tres!) sin gastar chicote, con dos brincos serenos yfinales, ganaba, no por una oreja, sin por cuerpo y medio. .

El zorro tuvo que extender su poncho para recibir la blancade los perdedores.

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26 EL LEÓN Y LOS SAPOS

Como algunos favorecidos por la suma del poder, el león —nues-tro puma— se creía también depositario de la suma de la sabi-duría. He aquí algunos de sus dogmas:

1 9 ) Que el poderoso está autorizado a pensar menos con sucerebro que con sus músculos. 29) Que una onza de voluntadvale más que un quintal de rezos. 39) Que es más piadoso mataral hambriento que predicarle las ventajas del ayuno. 49) Queel médico que se respeta no puede tener clientela pobre. 59)Que el ñato y el narigueta no deben hacerse retratar nunca deperfil.

Ya se ve. Su moral era la de los espíritus fuertes, peroflexibles, que prefieren casi siempre la vaina de seda a la demetal. Su mal genio no excluía sus ratos de buen humor y chan-za. Además, aunque fomentaba torrencialmente el ditiramboadulatorio, lo conminaba en sus discursos y proclamas; sin con-tar que vuelta a vuelta lo que decía hoy desmentía lo de ayer oantiayer.

Pero eón el andar de los años comenzó a notar que mientrasla vejez y el reuma avanzaban, su fortuna de cazador retrocedía.Perdió la serenidad.

Así ocurrió que eh cierta ocasión, al comienzo de la noche,se despertó de muy mal humor; es decir, erizado de tirria. No

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se le aplacó ni después de abrevarse en el remanso. En efecto,comenzó a gruñir y a rugir con profusión de gárgaras, tanto queobligó a callar a los sapos y las ranas.

•-jEso… eso le pasa a uno por ser bueno, caráspita! Albueno lo toman por zonzo. . . Pero no más miramientos con. na-die. ¡Ya van a saber quién es Agapito! Comenzaré por los ca-nillas y cogotes largos – . . ¿Vicuñas, guanacos, ñandúes, flamen-cos? Uno tras otro, terminaré con todos.

—Muy bien! ¡Muy bien! —corearon los sapos con voz pro-funda de sochantres, y las ranas con su voz de monjitas: —Muy

bien! ¡Muy bien!—Seguiré después con los de caparazones —rugió el león,

tras de una pausa: —de peludos, quirquinchos y tortugas no dejaréni el rastro. . –

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —salmearon en competenciasapos y ranas.

El león se molestó o simuló molestarse ante tanta obsecuen-cia, ya que él solía sostener en público que la adulación es propiade los hombres, los bichos más serviles que existen.

—Y bien!. – . —concluyó el león— ¡remataré mi obralibrando al mundo de los bocachos!. –

El sapo director de orquesta no se dio por aludido y conuna mano en la esquina de la boca comentó a media voz:

—Pobrecito el yacaré!

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VIVAEL LEON

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27EL LEÓN, EL CONEJOY LA TORTUGA

Los tiranos, que encerrados en la soledad de su egolatría usanexpeler su aburrimiento en bostezos más largos y oscuros quetúneles, suelen tener, como nadie, necesidad de divertirse. Deahí su costumbre de bufones. Nuestro león —el puma— buscabaalivio en el cigarrillo y el juego.

Poi’ su parte sus súbditos, digamos así —como el conejoy la tortuga—, trataban siempre- de hurtarse a las groserías ochacotas del mandón, aunque simulando prestarle una reverendaadhesión. Sabían a qué atenerse, veíanse obligados a asentir atodo, como esos miopes que saludan a los sillones vacíos y losretratos de la pared y tratan de pasar a través de las lunas delos espejos.

En la pulpería del carancho el león está de timba con algu-nos amigos. Gran fumigador —ya lo dijimos—, advierte que noqueda tabaco en su chuspa. Naturalmente no quiere o no puedeabandonar la jugada para ir en su búsqueda, pero al volver losbigotes a un lado ve al conejo que, con las orejas más largasque de costumbre, sigue con los, ojos fuera de quicio la jugadade una mesa próxima. Le chista, haciéndole señas de arrimarse.

—Tienes que hacerme una gauchada. viejo. Comprarmetabaco.

Por cierto que el conejo acata el pedido con las orejas ga-chas. Como pasa un buen rato y el comisionado no deja ver subulto, el león con la chimenea en seco, comienza a erizar el ralo

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bigote, y mientras con uno de sus oblicuos ojos atiende los naipescon el otro vigila la nuerta de calle. ¡Nada de orejas largas! Enuna de tantas, al volver la cabeza a un costado, distingue a miseñor coneja que, con las orejas más erguidas que nunca, siguela jugada de otra mesa. El león experimenta ese comienzo demolestia cine nos produce e1 mosquito que acaba de aterrizar enla punta de nuestra nariz. Le chista con un comienzo de gruñidoy destapando uno de sus colmillos cuchilleros:

…—Yo la mandé a la tortuga.—L A la tortuga! ¡Y me vienes con ésas ….¿Y cuándo

crees que va a volver semejante mancarrona? ;Para el día deljuicio?.

—Por eso no quise ir —contesta sin apuro la tortuga desdebajo de la mesa—. Porque yo sabía que iban a pagar así misservicios, con insultos y calumnias.

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28 EL ZORRO Y LA MUERTE

Con paso muy mesurado, una mano a la espalda y la otra retor-ciéndose una guía del bigote, Juan del Campo • paseábase por unclaro del soto para facilitar la digestión antes de irse a la cama.Un rato antes habíase banquetado con una pollona de esas quetoman demasiado al pie de la letra el consejo de los viejos: «Alque mucho madruga, Dios lo ayuda».

Don Juan no era muy joven ya, que digamos, pero se creíatan largo de aliento y suelto de tendones como en sus mocedades.Verdad es que la vida le resultaba a ratos tan áspera como laalgarroba negra, pero dulce, dulce como ella, pese a todo.

Y esa mañana era de gloria. Los pájaros deletreaban encoro las maravillas del alba. El aliento farmacéutico de lospinos le cosquilleaba la nariz. Ríos de verdor anegaban la tierrarebalsando hasta el cielo. Él mismo, sin darse cuenta, traía entredientes una canción de arroyuelo. El aire era una madreselvade aromas y la vida más hermosa que los siieos.

Iba mi don Juan como un rey en su rodado cuando eneso. . . Tal vez era punta aprensión, pero …¡Sí, no podía serotra que ella, sí, era ella, la madrastra del diablo con su cabezade rodilla, su risa sin dientes ni ruido y sus ojos ausentes! . –

Se quedó al pairo, sujetando el aliento como pato debajodel agua, cerrando los ojos. Cuando, muy despacio los abrió denuevo, la hideperra lo había visto ya. Sintió que el alma le tope-teaba los dientes. .

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Q uizo rezar un padre nuestro, pero recordó que no lo recor-daba. . . Un salve, menos. Intentó persignarse, pero sospechóal fin que todo eso era inútil.

Entonces resolvió hacer pata ancha. Al fin, se dijo, dándoseánimo, no me han parido para reliquia, y avanzó hacia la queno admite partijas ni aparcerías, hacia la hética ante quien no levale sus garras al tigre, ni su chisquete al zorrino, ni su tintaal calamar, ni su pluma al rábula por muy escribano y muymasón que sea.

Y como el zorro, igual que la mujer, no pierde el habla nicon el susto, saludó a la prójima con una sonrisita que le enjaretótoda la cara.

—Muy buenos, su merced! ¡Qué gustazo!. .. ¿Y qué hacemi señora, si no es indiscreción, por estos andurriales?

—Ya lo ve. .. —contestó la muerte con su voz hueca, ha-ciendo bailotear los dientes sin encías—. Ya lo ve, en busca deusted, mi buen amigo…

—De mí?. . . —retrucó don Juan, con ojos que comíanla cara—. ¿Cómo puede darse eso de que mi gran señora tengaen cuenta a un pobre diablo como yo, honrado y en la flor de susañós, habiendo tanto cristiano o moro sin oficio ni beneficio, otanto magnate digno de su atención, o tanto viejo y vieja acha-quientos que le agradecerían si usted les acortase sus penas.

—Para mí todos son iguales —replicó la otra—. Todosson mis hijos. Y al que le toca el turno.

Entonces fue cuando don Juancito, viendo que el río no dabavado por ahí, lo buscó por otro lado, y aparentando sometersetranquilo al decreto de la suerte como sujeto en paz con su con-ciencia, le advirtió a la encontradiza que sólo lamentaba el quecon este notición tan inesperado tuviera… ¡por primera vez ensu vida! que faltar a su palabra empeñada, dándose por desertoren su papel de contendiente en la carrera más famosa de lostiempos —la del sapo y la chuña— en que él, Juan del Campo,jugaría toda su plata al petiso contra quien quiera apostarse ala zancarruda. . .

La muerte, que al fin es mujer, se dejó ganar por la curio-sidad y terminó aceptando la propuesta de apostar ella a la

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chuña, y si perdía la tal, concederle a Juancito un año más devida.

Ya sabemos que la carrera se corrió y que ganó el caballodel comisario . . . digo del zorro. Con un año, pues, por delante,el favorecido trató de sacarle todo el zumo. Convites, bailes,jugadas, vino, canto, amoríos… De lo bueno lo mejor. ¡Unavida de rechupete!

Mas ocurríale que cuando estaba en el cogollo del gozo,la imagen de la muerte y su plazo fijo se le cruzaban de rompey rasga, y aquello era peor que un goterón de sebo en un trajede gala, y el gusto se le volvía más amargo que zapallo cimarrón.

Y así fue que a medida que se acercaba el día de la entre-vista con su gran acreedora, fue sacándoles cada vez más el bultoa los jolgorios, buscando sólo el modo de esconderse, como lalagartija más huraña.

Y el inútilmente temido día llegó al fin, y para peor coinci-diendo, con una gran fiesta en el pueblo. Y allá decidió ir midon Juan, diciéndose que con ruido el dolor de oídos se sientemenos. Y he aquí que en el camino dio con una caparazón de quir-quincho olvidada allí por el ausente, ¡cuánto tiempo haríal.Y fue en ese momento que su mollera dio su última lumbrada.¡Allí estaba lo que había buscado como aguja en un pajar!

El hecho fue que los participantes y mirones de la fiestavieron llegar con paso más desganado que risa de tonto, un pelu-do requeteviejo que se perdió, tosiendo bajito, entre el abejeo dela gente.

Y todo iba como sobre andas, cuando como chaparrón consol, sumiendo los ombligos a todos, la calva, con su guadañita alhombro, se apersonó preguntando por Juancito el de las largasmentas. Todos a una se apresuraron a jurarle, como era verdad,que de todos los vecinos de figuración, el gran Juancho era elúnico que hacía lamentar su ausencia.

—¡Ejem! —se destosió la muerte, mirando a la redonda—.Ya que no hallo lo que busco, y para que el gasto del viajecitono sea en balde, voy a llevarme de compañero de ruta a estepeludón veterano que sin duda me estaba esperando.

Y recién, al alzarlo la muerte de una oreja, fue cuando losconcurrentes vieron que de debajo de la coraza del quirquinchosalía una frondosa cola de zorro.

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ÍNDICE

Breve carta con ‘Ida» y ‘Vuelta» para y por

el lector de este libro …………………

1

Biografía del zorro ……………………. 11

2

El zorro milico ………………………. 15

3

El zorro y su redomón ………………….. 19

4

El peludo y el zorro enlazadores …………. 23

5

El cuervo y el sapo …………………… 25

6

El peludo y el zorro buscando miel ……….. 28

7

Guerra a filo y punta …………………. 29

8

El águila y el zorro …………………… 31

9

El guanaco y sus aparceros …………….. 33

10

La perdiz, el ñandú y el zorro ……………. 37

11

Los socios de siembra ……………….. 39

12

El ñandú con botas ……………………. 41

13

La perdiz, maestra de silbidos ………….. 45

14

El mataco …………………………… 47

15

La mula y el gato del monte …………….. 49

16

El burro, el zorro y el hombre ……………. 51

17

El zorro y la piedra ……………………. 55

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18 La boa, óI buey y el zorro 59

19 El loro y el zorro ……………………..63

20 El tigre y su sobrino …………………..65

21 El tigre empalado …………………….69

22 El tigre, el sembrador y el zorro ………….73

23 El día de la polvadera ………………….77

24 La ovejita descarriada ………………….79

25 La carrera de la chuña y el sapo ………….83

26 El león y los sapos …………………….85

27 El león, el conejo y la tortuga ……………89

28 El zorro y la muerte …………………… 91

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